No cabe duda que en el marco de la construcción de la IV República, generar reglas claras, conocidas y estables para comunidades y empresas, así como la necesaria y permanente innovación en mecanismos de mejoras en el rendimiento medioambiental de los proyectos, deben formar parte central de nuestra agenda público-privada.
Hoy hay pocas dudas respecto a que el desarrollo sostenible para los países sólo es posible si tanto la comunidades, empresas y Estado son capaces de hacer frente de manera conjunta los desafíos globales que enfrentan, ya sea en la dimensión económica, ambiental o social.
El mundo empresarial, como actor relevante de la sociedad, juega un rol fundamental a la hora de lograr las metas que surjan. Ello implica hacerse cargo de las crecientes exigencias y cuestionamientos en torno a su rol y real aporte a la sociedad en el marco del desarrollo sostenible. Especialmente en un escenario de creciente empoderamiento ciudadano territorial y de una agenda “local verde”; de desconfianza hacia todo tipo de institucionalidad y regulación de la relación público-privada que tensiona la viablidad de cualquier proyecto; del consiguiente predominio de un populismo ambiental de corte emotivo desde la autoridad política, especialmente el poder ejecutivo y legislativo, en un intento por religitimarse con sus electores; los mayores riesgos de gobernabilidad y predictibilidad de las organizaciones (la gobernanza queda como una “interesante teoría”); la evidente evolución del sistema de fiscalización y sanción (en Chile 8 de cada 10 empresas presentan algún nivel de incumplimiento regulatorio ambiental; hay 1.311 procesos sancionatorios en curso ante la Superintendencia de Medioambiente; y 3.616 infracciones cursadas); y el potencial cambio de paradigmas en la Nueva Constitución.
Se requiere una mirada integral por parte de toda la institucionalidad ambiental del Estado para concretar proyectos sustentables. En este sentido, las deudas son diversas, sobre todo en el plano de los ordenamientos territoriales, no pocas veces construidos bajo reglas poco claras. Ejemplos sobran: el caso del proyecto Cruz Grande que, a pesar de encontrarse mucho más próximo a una zona ambientalmente sensible que el proyecto Dominga, es aprobado y este último rechazado, ambos en el mismo Gobierno; o los anuncios de reapertura y posterior cierre de la termoeléctrica de Ventanas
Parte del esfuerzo de un sector importante del ecosistema empresarial para enfrentar estos desafíos, ha estado dirigido a adoptar e implementar de manera voluntaria, procesos de autorregulación corporativa en diferentes aspectos ambientales, sociales y de gobierno corporativo (ASG). No sólo para enfrentar de mejor manera el cumplimiento de una regulación y compromisos ambientales presentes y la viabilidad de la construcción u operación de proyectos a lo largo del país. Pero también para asegurar una sostenibilidad en el tiempo y dotar a la organización y proyectos de un colchón reputacional de cara a sus stakeholders más críticos.
Lo anterior se refleja en la incorporación y seguimiento de diversos instrumentos de certificación a nivel operacional y reputacional (ISO, GRI, entre otros). En este marco, la Superintendencia del Medio Ambiente ha tomado un papel de vanguardia, implementando mejoras de procesos con alta intensidad en el uso de tecnologías y, últimamente, desarrollando un “nuevo ecosistema de cumplimiento” o compliance ambiental, como herramienta de reportabilidad temprana y preventiva. Esto es, una iniciativa transversal que se comenzó a gestar en el anterior Gobierno a nivel de modelo y que el actual Superintendente viabilizó, dentro del plan de múltiples mejoras en la gestión del ente fiscalizador. Esta herramienta se expresa como una forma de gestionar los riesgos medioambientales, de forma tal de prevenir de forma temprana las desviaciones operacionales con impacto ambiental y social de un proyecto, así como el desarrollo de estrategias y acciones de sobrecumplimiento de cara a los stakeholders más relevantes. A la fecha son varias las empresas que han adherido a esta importante iniciativa y que están construyendo modelos para hacerse cargo de las nuevas formas de control y reportabilidad de sus obligaciones.
Esta práctica promete poner a Chile a un nivel de Compliance y cumplimiento de objetivos de sostenibilidad propio de los países más desarrollados en el mundo. Sin embargo, este esfuerzo no es suficiente. También se requerirá una mirada integral por parte de toda la institucionalidad ambiental del Estado para concretar proyectos sustentables. En este sentido, las deudas son diversas, sobre todo en el plano de los ordenamientos territoriales, no pocas veces construidos bajo reglas poco claras. Ejemplos sobran: el caso del proyecto Cruz Grande que, a pesar de encontrarse mucho más próximo a una zona ambientalmente sensible que el proyecto Dominga, es aprobado y este último rechazado, ambos en el mismo Gobierno; los anuncios de reapertura y posterior cierre de la termoeléctrica de Ventanas; la arbitraria e incoherente aplicación de “impuestos verdes” a las ERNV o la falta de una política coherente de uso de suelos y desarrollo de proyectos inmobiliarios, entre otros.
No cabe duda que en el marco de la construcción de la IV República, generar reglas claras, conocidas y estables para comunidades y empresas, así como la necesaria y permanente innovación en mecanismos de mejoras en el rendimiento medioambiental de los proyectos, deben formar parte central de nuestra agenda público-privada.
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