Hoy en día, las empresas no solo deben tener como objetivo conseguir los beneficios económicos planteados, ampliar beneficios y reducir sus costos. Los contextos económicos y empresariales son cambiantes e inciertos y las empresas deben establecer estrategias de supervivencia y evolución si no quieren acabar aplastados por los entornos de competitividad y las situaciones cambiantes del entorno.
Para garantizar esta supervivencia, una de las recetas consiste en eliminar las pérdidas de activos que surgen como consecuencia del fraude cometido por empleados, clientes, proveedores o cualquier otro elemento con el cual la organización se relaciona. Desde esta posición, la lucha contra el fraude se ha convertido en una buena y rentable herramienta de desarrollo empresarial que va más allá de la atención que hay que mostrar ante los posibles engaños que los intereses de la empresa pueda tener, convirtiéndose además en una estrategia para mantener estándares de eficacia, cumplimiento y reputación. Hoy en día, una buena empresa no es aquella que se defiende del fraude cuando ocurre, sino la que gestiona sus procesos y su actividad de tal manera que el fraude no tenga opción en su entorno.
Distintos enfoques teóricos han tratado de explicar el fraude corporativo, siendo quizás el modelo de Cressey (1961) y su triángulo del fraude el más conocido. Este modelo puede resultar simple, pero permite un acercamiento al comportamiento de fraude que es muy pragmático y explicativo. Para este autor, para que ocurra un fraude deben estar presentes tres elementos básicos:
En este artículo vamos a trabajar sobre este último elemento, aquel sobre el cual la empresa aparentemente no puede influir de una forma clara y directa, pues se trata de un proceso de pensamiento individual por parte de la persona que comete el fraude. Este elemento es de gran profundidad y presenta una visión del defraudador muy realista, pues no lo describe como un peligroso criminal que ha nacido para engañar y robar, sino como una persona que en un momento determinado decide actuar mal frente a hacerlo bien. Es posible que dentro de una organización podamos encontrar empleados con un patrón de personalidad psicopática, también pueden ser clientes, administradores o proveedores de nuestra empresas. Sin embargo, esto-por suerte- no va a ser lo habitual. El cliente que decide estafar a su seguro del hogar, el empleado que decide coger dinero de la caja o el director que decide aceptar un soborno a cambio de un contrato no son “malas personas” per se, incluso es posible que hayan sido la mayoría del tiempo buenos clientes, empleados o directores. Lo que ocurre es que, en algún momento, tiene una presión o incentivo que le motiva a defraudar y, además, se encuentra con una oportunidad o situación que se lo permite. Es aquí cuando la persona puede sentirse en la tesitura moral y ética respecto a cómo actuar, qué hacer. Justo aquí es cuando surgen las estrategias de neutralización que permiten autojustificarse, obviar por un momento las normas sociales y convertir e lícita la conducta de fraude. Para entender un poco más la importancia de estas estrategias es necesario conocer un concepto psicológico, la disonancia cognitiva.
El psicólogo Leon Festinger propuso la teoría de la disonancia cognitiva, que trata de explica cómo las personas tienen una fuerte necesidad interior a asegurarse de que sus creencias, actitudes y su conducta son coherentes entre sí. De tal manera que, cuando una persona hace algo que no se ajusta a sus creencias o actitudes, esto le genera una disonancia cognitiva que se refleja en malestar y ansiedad. Para tratar de eliminar esta disonancia, la persona puede dejar de comportarse así o puede cambiar sus creencias respecto al valor y sentido que tienen sus comportamientos. Generalmente, esto no es ni más ni menos que autoengañarse, buscarse una justificación, una excusa o explicación autocomplaciente de porqué nos hemos comportado así. Si conseguimos vencer nuestra disonancia cognitiva, el fraude deja de ser una conducta reprochable y se convierte en algo legítimo.
¿Con qué estrategias de neutralización trabaja el defraudador? Principalmente, podemos distinguir cuatro (Sykes y Matza, 1957):
Estas estrategias de neutralización son importante porque no consisten únicamente en “vendar los ojos” del defraudador, sino en ofrecerle un refuerzo a su actuación. Si además, esto se ve acompañado del beneficio económico del fraude, es posible que este comportamiento se repita y la deshonestidad quede instaurada en una persona como una opción con la que guiar su rol de empleado, cliente o colaborador.
Aunque al principio hemos indicado que este elemento de la racionalización es sobre el que menos influencia tiene la empresa, esto no es del todo cierto. La deshonestidad, como la honestidad, son comportamientos de elección por parte de la persona y dependen de las circunstancias. Si la empresa es capaz de crear unas sólidas y poderosas estrategias de neutralización en sus empleados basadas en la honestidad, en la ética y en el cumplimiento normativo, las conductas de fraude generarán una disonancia cognitiva más insoportable y el engaño perderá atractivo.
Jorge Jiménez Serrano.
Director del Máster en Análisis de Conducta en Fraude.
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