Autor: Diego Cabezuela Sancho, presidente de la World Compliance Association y socio director de Círculo Legal
Fuente: Cinco Días
El 17 de diciembre debería haber estado implementada en España la Directiva 2019/1937, de Protección al Denunciante. Con ella, la Unión Europea da un paso de gigante en la extensión de la cultura del compliance. La sociedad y los empresarios han entendido, por fin, el valor que supone contar en una organización con un sistema de alertas –ya es hora de dejar de llamarlas “denuncias— que permita conocer y, si es posible, atajar a tiempo cualquier irregularidad que pueda estarse gestando y acabar materializándose en un hecho delictivo. Pero la directiva no solo da carta de naturaleza a los canales internos. También prevé que, quienes estén pensando en utilizarlos, los denominados whistleblowers, y no encuentren respuestas, o crean que no van a encontrarlas, puedan dirigirse a un órgano independiente, que han de crear los Estados, o también hacer directamente una revelación pública de los hechos.
La directiva estimula, protege y hasta mima a los denunciantes. Y hace bien porque hasta llegar aquí, las personas que se han aventurado a revelar irregularidades de sus organizaciones han tenido que recorrer un largo calvario de incomprensiones, ostracismo y represalias. Sin embargo, sería ingenuo pensar que todos los alertadores, que van a tener ahora en su mano este arsenal de instrumentos legales, serán siempre ciudadanos bienintencionados y preocupados sólo por la pureza de los comportamientos de su organización ¿Qué pasará, por ejemplo, si un empleado desleal o al servicio de la competencia abusa del cauce de la revelación pública para dar a conocer secretos de su empresario, alegando, sin ningún motivo, estar convencido de que se hallaban ligados a alguna falsa irregularidad?
Cabe recordar que la conservación de sus secretos empresariales es uno de los permanentes dolores de cabeza de cualquier empresario. Debe protegerlos de hackers, de accesos externos y, sobre todo, del punto más vulnerable, las posibles traiciones de empleados. Es una asignatura difícil y que las cláusulas de confidencialidad jamás permiten aprobar del todo. Los secretos empresariales no siempre son procesos de fabricación, fórmulas industriales sofisticadas o cosas más o menos tangibles que puedan ser ocultadas con seguridad. A veces son datos de textura liviana, pero de importancia trascendental para mantenerse en el mercado. Una red de proveedores, una estrategia de publicidad preparada para ser lanzada, una lista de clientes, etc. Cosas que el empresario necesariamente ha de compartir con su círculo de colaboradores y mucho más difíciles de poner a salvo de las indiscreciones.
En teoría, los secretos empresariales gozan de un blindaje legal casi inexpugnable. Los artículos 278 y 279 del Código Penal establecen penas de prisión de hasta cuatro años para los se apoderen o revelen secretos de empresa, quebrantando la obligación de guardar reserva. Es, además, un delito del que responden las personas jurídicas y, por tanto, se supone que todas las organizaciones han de poseer un sólido sistema de controles para evitar que sus directivos o empleados corrompan a los de sus competidores o acepten revelaciones de ellos.
En el ámbito mercantil, la Ley de Secretos Empresariales establece potentes instrumentos legales para proteger los secretos. Sin embargo, una de las excepciones al deber general de guardar secreto de los obligados a ello es que su revelación tenga como finalidad “descubrir, en defensa del interés general, alguna falta, irregularidad o actividad ilegal que guarden relación directa con dicho secreto empresarial”. El perímetro de esta excepción se ve ahora claramente sobredimensionado por esta protección reforzada a los whistleblowers y, sobre todo, por la discrecionalidad que les otorga la directiva para decidir cuándo acudir directamente a una revelación pública de los hechos de su empresario. Desde el punto de vista de la protección legal de los secretos, se abre una vía de agua todavía muy difícil de evaluar. Ciertamente, los secretos empresariales tienen que ser lícitos, y, por tanto, un secreto ilícito, o mezclado con hechos ilícitos, deja de merecer protección legal y su revelación estará normalmente justificada. Pero ¿quién decide si es lícito o ilícito? ¿Qué ocurre si, alegando, sin ningún motivo, una falsa irregularidad, se hacen públicas, de mala fe, informaciones valiosas del empresario?
Al igual que deben tipificarse penalmente, como formas de acoso laboral o de coacciones, cualesquiera actos de presión realizados contra las personas que alerten de hechos irregulares del empresario o exterioricen su intención de hacerlo, debe definirse claramente el campo de juego entre el secreto de empresa y los ámbitos de responsabilidad de las personas sujetas a obligaciones de reserva cuando éstas decidan, legítimamente, convertirse en whistleblowers y acudir directamente a la revelación pública de datos sensibles.
La directiva no está implementada y habrá que esperar a ver qué contrapesos se establecen para garantizar los intereses en conflicto. La ley tiene que proteger los derechos de todos
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