Autor: Fermín Morales, es abogado penalista y catedrático de Derecho Penal.
El Estado español va a afrontar la trasposición de la Directiva de la Unión Europea 2019/1937 sobre protección jurídica de informantes (whistleblowing). El Anteproyecto de ley diseña la red jurídica de protección que se pretende otorgar a los delatores de infracciones normativas en el marco de la lucha contra la corrupción, que fueren conocidas en un contexto de relación laboral o profesional, tanto en el sector público como privado.
Tales altos bondadosos designios comienzan por articularse a través de un régimen jurídico vago e inconcreto, que puede resultar insatisfactorio en atención a las garantías del Estado de Derecho. Así, el estatuto del informante abraza todo tipo de denuncias sobre infracciones del derecho de la Unión, de carácter administrativo o de naturaleza penal, pudiendo extenderse a cualquier vulneración del orden jurídico, siempre que aquella afecte al interés general. Este último concepto es como el relativo al sentido común en el comportamiento del ser humano; todo el mundo alude a él sin saber el alcance de su significado.
Por consiguiente, de entrada, se dibuja un marco difuso, a mi juicio insatisfactorio, dado el férreo régimen de garantías de confidencialidad y reserva que se va a ofrecer al delator a través de un sistema interno y cercano al receptor de la información por parte de una persona responsable autónoma e independiente. La confidencialidad que se ofrece al informante se extiende a terceros mencionados en la delación, así como a todas las gestiones o trámites que se desarrollen a raíz de la comunicación, todo ello al margen de la admisibilidad de las denuncias anónimas.
Reflexión pausada merece también el filtro de legalidad que se prevé en punto a la licitud de los medios de acceso a la información que aporta el delator. El texto pre legislativo señala que el informante no será responsable en modo alguno del acceso o apoderamiento de la información, salvo que sean constitutivos de delito. Cautela, a mi juicio insuficiente, pues el conocimiento de la información puede provenir de la comisión de un ilícito civil contra la intimidad (conforme a la Ley de Protección civil 1/1982, de 5 de mayo) o bien la ilegalidad de la obtención de la información puede provenir de la violación de garantías jurídicas que no lleguen a albergar el carácter de delito, pero que en un procedimiento jurisdiccional constituirían prueba ilícita o prohibida. Se identifica pues una excesiva laxitud en el filtro de control de legalidad de la fuente de obtención de la información que aporta el delator.
El régimen de garantías del informante se extiende a la protección frente a represalias que pudieran producirse en el ámbito laboral o profesional, paraguas de blindaje que se extiende por dos años. Esta protección se concreta, por ejemplo, en el plano de los litigios laborales, de modo que cualquier medida que afecte al informante se presumirá que es una represalia, fijándose una carga de la prueba específica sobre quien adoptó la medida, exigencia de probanza estricta de que la medida se fundamentó en motivos ajenos a la delación efectuada. El legislador, una vez más, idea normas pensadas exclusivamente en el buen uso del Derecho; es deseable que los proyectos legislativos estén al resguardo del mal uso o abuso del Derecho. En este punto, el Anteproyecto también carece de cautelas o salvaguardias suficientes.
Frente a todo lo anterior, el programa normativo del Anteproyecto pretende salvaguardar las garantías del denunciado en los parámetros de un Estado de Derecho. Así, al delatado le asiste el derecho a ser oído, a la presunción de inocencia, al honor, así como el derecho a ser informado de las acciones u omisiones que se le atribuyen. Respecto de esto último, debe repararse en que el derecho de acceso al proceso de investigación queda necesariamente limitado por cuanto se trata de un proceso inquisitivo regido por el secreto y la ocultación del informante, así como de cuantas medidas indagatorias se fueren a practicar durante un plazo de tres meses, prorrogables por otros tres. Es aquí donde se desvela la dificultad del equilibrio jurídico para las garantías del investigado; queramos o no, todo el whistleblowing program tiene alma de inquisición, en el que para obtener la verdad se paga un alto precio en términos de garantías.
Queramos o no, todo el whistleblowing program tiene alma de inquisición; para obtener la verdad se paga un alto precio en garantía
Y hablando de obtener la verdad, el proyecto de transposición de la Directiva de whistleblowers también prevé la auto inculpación, esto es, que concurran en la misma persona la condición de informante e investigado. La previsión rezuma vestigios de los Edictos de confesión del Santo Oficio, medio para obtener clemencia, pues no en vano las previsiones normativas hablan de la cuestión como vía para obtener un programa de clemencia o la concesión de posibles atenuantes por las sanciones que pudieran llegar a ser impuestas. La curiosidad del jurista se activa aquí por comprobar en el futuro cómo se compatibilizará la figura del informante-auto delator con el estatuto de protección del informante. Se tratará de comenzar a andar por un nuevo sendero que nos ofrece la Nueva Edad Media del Derecho penal que nos ha tocado vivir desde hace años.
Desde luego, se abre un terreno jurídico de nueva experimentación dialéctica para los juristas. Todo un reto. De momento, en los EEUU, el programa se ha convertido en un mercado opíparo de recompensas para los informantes que poseen información cotizable para la SEC, con más de mil millones de dólares pagados a los delatores que han activado un rentable negocio del asesoramiento al empleado para convertirse en delator pagado. Por lo menos en Europa, el whistleblower aparece ajeno a este mercadeo de cazarrecompensas propio del far west, aunque tal vez acabe incentivándose si se buscan efectos como los del mercado americano.
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